jueves, 26 de agosto de 2010

[Insomnio]

    A medida que transcurrían los segundos, sus párpados pesaban más, mucho más…cada vez más. Pesaban como metros cúbicos de granito o toneladas de hierro dulce. A medida que pasaban los segundos, el peso de sus párpados incrementaba en una curva exponencial, sin encontrar límite ni infinito.

    Eran cinco los días que llevaba sin dormir, cinco días de insomnio delgado con su hueso y costilla pegada a la carne, un insomnio de enfermo crónico, completo en sus horas, minutos  y fracciones de reloj. Eran noches sin padre y sin madre, huérfanas de sueño tumbado encima de la cama o de andar sonámbulo por el pasillo de la casa.

    Sus ojos ya estaban contagiados de un rojizo sangriento y sediento de descanso. Solo encontraban consuelo cuando parpadeaban en pausas asimétricas, milimétricas en el tiempo, como si tiritasen o tuvieran frío. Todo era eterno, todo era continuo en su variable temporal, sin fisura nocturna.

    Durante el día conseguía mantenerse con serenidad y normalidad relativa. Su rutina diaria era sin duda su mejor aliada. El ruido de los teléfonos, el movimiento del ascensor, la impuntualidad de su jefe, el asalto a la máquina de café…todo se alineaba en la misma aguja para inyectar energía a su cuerpo cada vez más vaporoso y hormigueante.

    Luego, por la noche, todo era distinto.  Las dos primeras fueron sencillas, pero a partir de la tercera todo empezó a ser complejo y plomizo. Trataba de dejar la mente en blanco sin actividad ni esfuerzo intelectual, trataba de reducirse a lo más simple, a un único punto elemental sin capacidad cognitiva, sin emociones a las cuales darles motivo de vida. Solo de esta manera podía vencer la gravedad bruta de sus párpados.

    Todo había comenzado cinco días antes. Ambos se encontraban sentados, mirándose descaradamente, sin pudor, como si el mundo estuviera apagado; entonces fue ella quien se dejó llevar por la inercia giratoria y sentimental de la hormona. Tuvo que decirlo porque era el momento preciso: - ¡Te quiero!-. Luego él le acompañó hasta el portal de su casa y se despidieron en su nueva condición de amantes. Después él regresó a la suya. Fue entonces cuando se le paralizaron las piernas por el miedo. Fue entonces cuando decidió que no volvería a dormir nunca más. No era capaz de afrontar la idea de acostarse con la posibilidad de no volver a despertar, cerrar los ojos y no volver a abrirlos…no volver a verla nunca más.


Jairo Gavidia

martes, 24 de agosto de 2010

[La fiesta]

    No era una fiesta muy divertida,
la gente no comía,
en los farolillos escaseaban los caramelos,
los músicos no tenían afinados sus instrumentos,
pero sobre todo, la tarta no llevaba velas.
Eso hacía que todo el mundo se sintiera  muy triste, muy melancólicos…

    Entonces quise despertarme para coger varias de ellas
del cajón de mi mesita de noche y después regresar,
pero ya no pude dormir,
me había dejado la tarjeta de invitación…

Jairo Gavidia

domingo, 8 de agosto de 2010

[Valentina solo tiene a su gato]

    Valentina se encuentra sola en la casa jugando con su gato. Valentina levanta el brazo y su gato se estira como si fuera un muñeco electrónico, pero sin pilas; ella se ríe, pero en realidad está triste, de momento sin ganas de llorar pero sabe que lo hará cuando llegue la noche, cuando se acueste en la cama y le vuelva a golpear esa sensación de abandono y soledad.

    Valentina tiene la mala costumbre de dejar sin oxigeno las ideas mientras fuma y mira por la ventana. Tiene la esperanza que del ruido de los coches y del zigzag de las bicicletas vuelva a reaparecer esa imagen que tanto añora, esa imagen que haga reaccionar a su cuerpo y le empuje a salir corriendo a la calle para recibirlo con los brazos abiertos; en realidad lo que no sabe es que mientras espera, sobre su mesa ya hay una botella vacía de vino.

    El piso donde vive es pequeño, hecho a medida para dos. El suelo de madera se cubre de una gran alfombra roja, mientras tanto su gato se pasea como un inquilino inquieto victima de su nerviosismo y aburrimiento. Luego ronronea y busca contacto cuando percibe a Valentina desorientada, sentada con la mirada fija en la televisión y una gran taza de té en las manos. Después se refugia en el hueco que ahora queda en el armario, en el hueco que dejaron unas maletas que no hace mucho tiempo desaparecieron de su espacio.

    Luego cae la noche del viernes y entonces, esa sensación; esa sensación que llega como quién se cuela por debajo de la puerta, primero introduciendo la cabeza y por último, los zapatos dejando barro en el suelo. Valentina quiere dejarse llevar por la corriente de su soledad amarga, de sus pesadillas pesadas; quiere dejarse engullir por la soberbia del agua salada que desprende ahora sus ojos ojerosos, cansados y encogidos. Luego llora, llora y no para de llorar, tanto como Alicia en su país y en sus maravillas. Plomo e incertidumbre. Pequeños pasos de minutero de reloj que no puede controlar. Pausa corta, silencio húmedo…más sollozos, más lloros, más lágrima vertical mojando la almohada. Su descanso solo aparece cuando entra su gato y le calla los párpados acurrucándose a su lado.

    A la mitad de la mañana del día siguiente, alguien toca el timbre de su puerta. Se encuentra tan cansada que ni siquiera especula. Se cubre con un poco más de ropa, desatiende su rostro y con mucha desmotivación camina hasta la puerta. Observa por la mirilla y luego abre.

    – ¡Hija mía, que mal aspecto tienes!, ¿has visto la cara que tienes? –  Dice el padre de Valentina con asombro cuando consigue ver el rostro opaco y triste de su hija al otro lado de la puerta.

    – No papá, acabas de obligarme a salir de la cama, no es que te tenga ahora mismo mucha ilusión por mirarme al espejo. Simplemente he vuelto a pasar una mala noche, en serio, no te preocupes. – Contesta ella con pesimismo y mucho conformismo.

    Mientras tanto por la gran alfombra roja el gato vuelve a pasearse como un inquilino inquieto victima de su nerviosismo y aburrimiento, pero ahora lo hace al mismo tiempo que estira su pereza y su cola. Los rayos de sol comienzan a derrotar los muros de cortinas, y el calor irradiado por los cristales de las ventanas, empieza a introducirse en el interior de la casa. Después el padre con mucho enfado mira fijamente a los ojos de  su hija y le dice:

     – ¡Deberías ser más valiente Valentina, por eso te pusimos ese nombre!...


Jairo Gavidia