domingo, 16 de septiembre de 2012

La habitación de un metro cúbico de espacio (1)

I

El subconsciente cansado de tanta idea de Dios creó una habitación de un metro cúbico de espacio, una habitación de tres dimensiones con sus esquinas, aristas y puntos equidistantes, pero con una particularidad, no contenía nada, tan sólo tiempo. ¿Quién creó esa habitación?, ya se lo he dicho, el subconsciente, ¿para qué creó esa habitación?, para liberar a las mujeres y a los hombres, ¿para liberarlos de qué?, de sus miedos, de sus incertidumbres, de su vicio de pensar, y en definitiva para poder realizar cualquier cosa ya que si tiene una característica relevante esta habitación es que dentro de ella cada individuo puede ser lo que quiera, y lo más importante, nunca se pierde la vida, a no ser que se quiera salir de ésta (pues tiene una puerta de esas que sirven para entrar pero también para salir). Es por tanto que el hombre ahora puede controlar la totalidad de su destino, el hombre puede elegir qué quiere ser y cuándo quiere morir sin ningún tipo de esfuerzo ni incertidumbre. Una consecuencia directa de esto es que los hombres ya no son futuros difuntos sino futuros suicidas. Su segunda consecuencia, la angustia a morir ya no existe, ya no tiene sentido que exista. 

Puede resultar una habitación extraña, no voy a decir que no, pero también es verdad que los maremotos se estrellan, aplasta su cara en los cristales de las ventanas y luego se retiran sin pedir perdón, nadie piensa que sea algo raro; lo importante no es la naturaleza de ésta sino lo que ocurre dentro de ella. Por ejemplo, en una habitación un hombre había aparecido al lado de un árbol y trataba de comprender qué le estaba sucediendo. En otra, un hombre había bebido tanto que el alcohol estalló directamente en su cabeza y no hacía más que levantarse y caerse al suelo, por no decir la del matemático que trataba desesperadamente de coger ese teorema que no paraba de resbalar de sus manos; y así muchas historias más, historias donde todo el mundo tiene su propia habitación para ser feliz, feliz porque son dueños absolutos de su futuro, de su destino. 

El único defecto de esta habitación es que cuando sales mueres. Cuando la abandonas vuelves al mundo real, recuperas la sensación de miedo, reaparece la incertidumbre, asoma la angustia para retomar su liderazgo porque sabe que ahora la muerte es efectiva, ahora la muerte asusta de verdad. De esto nadie es conocedor hasta que puede verse de nuevo viviendo en su orden habitual y es entonces cuando unos apagan el despertador, otros hacen inercia para levantarse de la cama, otros tratan de sobrevivir a su resaca, y otros, sencillamente, se vuelven a dormir para entrar en otra habitación donde el tiempo se aprieta en un metro cúbico de espacio. Yo siempre he sido un hombre extraño. Durante mucho tiempo he encontrado en las palabras la razón suficiente para sentirme con significado. Pero es tan cansado creer en Dios; fue allí donde encontré refugio, en mi subconsciente. Lo había hecho en alguna otra ocasión harto de desesperanza y desánimo, pero esta vez lo hice con ganas, bien convencido y sin poner en duda ni un gramo de mi conciencia. Abrí la puerta con mucha fuerza y crucé ese umbral que me introducía dentro. Esperaba encontrar paredes verdes, ventanas tragando luz pero todo seguía igual, mucho vacío, mucho tiempo extendido en las tres dimensiones de ese espacio tranquilo. 

No puedo engañarles, mis días eran felices. El equilibrio por una vez ponía rectos mis sentimientos. Mis incertidumbres agonizaban en la unión de sus rodillas. La vida la había dejado atrás. Ya no había ansiedad ni velocidad de giro para este nuevo mundo. El futuro de expectativas había dejado de ser arrogancia de conseguir y ahora la tristeza crónica no existe, no llena de peso a las personas. Sí, era muy feliz dentro de aquella habitación. Cada hora dentro de ella era una nueva significación del pensamiento, un nuevo puente donde podía saltar para olvidarme de todas mis noches de malos sueños. La voluntad de hacer no podía superarme, el remordimiento estaba fuera de la conciencia porque en aquella habitación todo se conseguía, nunca había fracaso, nunca había miedo de no empezar, nunca había miedo de no alcanzar.



La habitación de un metro cúbico de espacio (2)


II

El quinto día apareció Tristessa. Se presentó cadavérica y con su piel de pelo blanco. Sus ojos hondos sin pupila eran una parte más de su cuerpo de gata. Tristessa no habla, sólo mira como hacen todos los gatos, luego respira aire hacia sus pulmones esponjosos. A veces se acerca y me lame la mano con su lengua de ventosa. Cuando me ve quieto mueve su cabeza para que le acaricie y es entonces cuando noto sus colmillos negros, su bigote de felina, y como el aguijón de cada una de sus garras raya el suelo hecho de baldosas. Hay momentos en los que se escapa y cuando cree que han pasado varios días regresa sin cola. Es fácil averiguar cuándo ha llegado, la habitación se encuentra más caliente y una corriente de aire entra por una punta y después sale por otra. Creo que hemos hecho un binomio perfecto, a ella le gusta verme aquí, eso me hace sentir más tranquilo, me hace pensar en cosas diferentes como si toda la sangre estuviera donde toca. No sé si ella tiene cerebro, ni siquiera sé si piensa, si es consciente del esfuerzo que supone mover sus patitas de hilo, pero crea movimiento, da vueltas por la habitación sin preocuparse de que no va a llegar a ningún sitio, nunca bebe, nunca come, nunca tiene la necesidad de sobrevivir. En días en los que me tumbo mirando hacia arriba ella tose hasta expulsar por la boca una bola de pelo blanco, es entonces cuando le vuelve a crecer la cola. 

Fue un día en el que Tristessa acababa de recuperarse de un largo bostezo. Cuando logró estabilizar sus cuatro piernas empezó a abrir los ojos. Me miró y sin saber por qué, empecé a llorar. Pensé que era por la influencia de otras habitaciones que se filtraba por las paredes como goteras que viven en el techo. Mi paso ya no era síncrono, de cada cien, noventa y nueve lanzaba con más fuerza la pierna derecha. Sentía el pulso de la sangre con el cambio del tamaño de mis sienes, y a todo esto, mis ojos no paraban de llorar; pedían con insistencia algo que terminé comprendiendo, querían que saliera de aquella habitación. De manera inmediata me dispuse a hacerlo pero fue entonces cuando el miedo volvió a paralizarme el cuello. Empujaba aquella puerta con todas mis fuerzas, puedo jurarlo, pero no conseguía hacer hueco para escapar. No había pomo. No había cerradura. No había forma de salir. La bilis apretaba mi vientre como si tuviera dos estómagos. Mis ojos seguían gritando y lo único que podía hacer era empujar, empujar aquella maldita puerta. Me detuve exhausto. Empecé a respirar y en ese mismo instante mis manos, hinchadas de cansancio, empezaron a envejecer, más, cada vez más; se desnutrieron de tal manera que la piel se adhirió al hueso dejando visible los bultos de cada vena. Luego se desprendieron de mi cuerpo a la altura de mis muñecas y cayeron al suelo. Pero el terror acabó de apoderarse de mí cuando éstas, inertes en el suelo, empezaron a moverse buscándose la una a la otra. Se agitaron hasta perderse por los rincones oscuros. Tristessa no hacía nada, sólo miraba con sus ojos de nada. Yo le decía: «¡Tristessa, mira, ya no tengo manos!» Pero no se movía, sólo miraba. Volví a coger fuerzas. Ahora mis piernas sólo debían de servir para crear violencia, no debían de andar, no les pedía que me sostuvieran de pie, lo único que necesitaba de ellas era que rompieran esa maldición de puerta. Pero era imposible, con cada golpe sentía que ésta era mucho más puerta, mucho más dispuesta a no dejarme salir. Fue tan grande el esfuerzo que cada nervio empezó a temblar dentro de su músculo lleno de fibras. Temblaba hasta las puntas de las uñas. Temblé tanto que se me cayeron los ojos. Los cuencos quedaron vacíos. Después el resto de huesos no resistieron tanta fatiga y se dislocaron uno a uno, primero el resto de mis brazos, luego las piernas. Todos los tendones quedaron libres sin nada que sujetar. Yo gritaba inmóvil en el suelo: «¡Tristessa ayúdame, sácame de aquí!» y fue entonces cuando escuché por primera vez su voz de tinieblas: «¿Acaso no sabes que aquí nadie llora, aquí nadie tiene miedo?». El timbre de su voz no consiguió intimidar mi desesperación y volví a gritarle mucho más fuerte «¡Tristessa por dónde escapas, déjame regresar a la vida de ahí afuera!», pero ella repetía «¿Acaso no sabes que aquí nadie llora, aquí nadie tiene miedo?». Después se acercó a cada uno de mis ojos; escuché cómo crujían cuando los masticaba con fuerza, cómo se hacían viscosos y se deshacían entre la saliva de su mandíbula. Luego tres segundos, en el primero la habitación se hizo grande, en el segundo la angustia se introdujo dentro de ella, en el tercero a Tristessa se le cayó la cola…