domingo, 16 de septiembre de 2012

La habitación de un metro cúbico de espacio (2)


II

El quinto día apareció Tristessa. Se presentó cadavérica y con su piel de pelo blanco. Sus ojos hondos sin pupila eran una parte más de su cuerpo de gata. Tristessa no habla, sólo mira como hacen todos los gatos, luego respira aire hacia sus pulmones esponjosos. A veces se acerca y me lame la mano con su lengua de ventosa. Cuando me ve quieto mueve su cabeza para que le acaricie y es entonces cuando noto sus colmillos negros, su bigote de felina, y como el aguijón de cada una de sus garras raya el suelo hecho de baldosas. Hay momentos en los que se escapa y cuando cree que han pasado varios días regresa sin cola. Es fácil averiguar cuándo ha llegado, la habitación se encuentra más caliente y una corriente de aire entra por una punta y después sale por otra. Creo que hemos hecho un binomio perfecto, a ella le gusta verme aquí, eso me hace sentir más tranquilo, me hace pensar en cosas diferentes como si toda la sangre estuviera donde toca. No sé si ella tiene cerebro, ni siquiera sé si piensa, si es consciente del esfuerzo que supone mover sus patitas de hilo, pero crea movimiento, da vueltas por la habitación sin preocuparse de que no va a llegar a ningún sitio, nunca bebe, nunca come, nunca tiene la necesidad de sobrevivir. En días en los que me tumbo mirando hacia arriba ella tose hasta expulsar por la boca una bola de pelo blanco, es entonces cuando le vuelve a crecer la cola. 

Fue un día en el que Tristessa acababa de recuperarse de un largo bostezo. Cuando logró estabilizar sus cuatro piernas empezó a abrir los ojos. Me miró y sin saber por qué, empecé a llorar. Pensé que era por la influencia de otras habitaciones que se filtraba por las paredes como goteras que viven en el techo. Mi paso ya no era síncrono, de cada cien, noventa y nueve lanzaba con más fuerza la pierna derecha. Sentía el pulso de la sangre con el cambio del tamaño de mis sienes, y a todo esto, mis ojos no paraban de llorar; pedían con insistencia algo que terminé comprendiendo, querían que saliera de aquella habitación. De manera inmediata me dispuse a hacerlo pero fue entonces cuando el miedo volvió a paralizarme el cuello. Empujaba aquella puerta con todas mis fuerzas, puedo jurarlo, pero no conseguía hacer hueco para escapar. No había pomo. No había cerradura. No había forma de salir. La bilis apretaba mi vientre como si tuviera dos estómagos. Mis ojos seguían gritando y lo único que podía hacer era empujar, empujar aquella maldita puerta. Me detuve exhausto. Empecé a respirar y en ese mismo instante mis manos, hinchadas de cansancio, empezaron a envejecer, más, cada vez más; se desnutrieron de tal manera que la piel se adhirió al hueso dejando visible los bultos de cada vena. Luego se desprendieron de mi cuerpo a la altura de mis muñecas y cayeron al suelo. Pero el terror acabó de apoderarse de mí cuando éstas, inertes en el suelo, empezaron a moverse buscándose la una a la otra. Se agitaron hasta perderse por los rincones oscuros. Tristessa no hacía nada, sólo miraba con sus ojos de nada. Yo le decía: «¡Tristessa, mira, ya no tengo manos!» Pero no se movía, sólo miraba. Volví a coger fuerzas. Ahora mis piernas sólo debían de servir para crear violencia, no debían de andar, no les pedía que me sostuvieran de pie, lo único que necesitaba de ellas era que rompieran esa maldición de puerta. Pero era imposible, con cada golpe sentía que ésta era mucho más puerta, mucho más dispuesta a no dejarme salir. Fue tan grande el esfuerzo que cada nervio empezó a temblar dentro de su músculo lleno de fibras. Temblaba hasta las puntas de las uñas. Temblé tanto que se me cayeron los ojos. Los cuencos quedaron vacíos. Después el resto de huesos no resistieron tanta fatiga y se dislocaron uno a uno, primero el resto de mis brazos, luego las piernas. Todos los tendones quedaron libres sin nada que sujetar. Yo gritaba inmóvil en el suelo: «¡Tristessa ayúdame, sácame de aquí!» y fue entonces cuando escuché por primera vez su voz de tinieblas: «¿Acaso no sabes que aquí nadie llora, aquí nadie tiene miedo?». El timbre de su voz no consiguió intimidar mi desesperación y volví a gritarle mucho más fuerte «¡Tristessa por dónde escapas, déjame regresar a la vida de ahí afuera!», pero ella repetía «¿Acaso no sabes que aquí nadie llora, aquí nadie tiene miedo?». Después se acercó a cada uno de mis ojos; escuché cómo crujían cuando los masticaba con fuerza, cómo se hacían viscosos y se deshacían entre la saliva de su mandíbula. Luego tres segundos, en el primero la habitación se hizo grande, en el segundo la angustia se introdujo dentro de ella, en el tercero a Tristessa se le cayó la cola…



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