domingo, 6 de mayo de 2012

[La moneda de Kafka]


Si alguna vez es necesario recuperarse de esas fiebres que rompen la razón, es posible en una ciudad como la de Praga. No puede ser de otra manera; su castillo arrogante que no sabe cuantas ventanas tiene, la soberbia de sus calles donde caminar con prisa no es una regla lógica, arquitecturas que no pueden disimular y se dejan ver en todas las esquinas, y un río Moldava arropando su ciudad vieja como si fuera una bufanda es remedio suficiente para sanar cualquier enfermedad del cuerpo, y también otras que no son necesariamente del cuerpo.

La primavera de Praga tiene días fríos como en todos los sitios pero si hace viento no duda en dejarte los huesos de cristal, muy duros y muy frágiles — «Así es el cristal de aquí, huesos congelados de personas» — bromea  Rebecca. Sería injusto no decir que Rebecca está enamorada. Muy enamorada. Suficientemente enamorada. Se agarra al brazo de Pablo para intercalarse en su calor y despreocuparse del viento, síntoma claro de que se siente en un momento perfecto. Bajando por el puente Carlos los idiomas chocan en cada dirección, luego los pies de la estatua de San Juan de Nepomuceno marca un punto para quedarse con un deseo, y después, si eso, confiar en un nuevo regreso a la ciudad. Un poco más hacia delante te introduces en el casco viejo donde parece que el mundo cambia de época, zapatos o abrigo, todo es elegante y adoquinado.

Un hombre y una mujer deben de conocerse con timidez y curiosidad en el cuerpo. Timidez porque los músculos se hacen pequeños. Con curiosidad porque el alma escondido se asoma. Así se conocieron ellos. Salieron juntos una noche sin intenciones claras, durmieron poco, y al día siguiente pensaron que eran adecuados para completar sus existencias a pesar de la resaca que les había dejado el vino. Después el viaje a Praga con sus días aleatorios de nieve, y algún despiste en la parada de metro de Mústek.

La segunda primavera en Praga no se había olvidado de sus días fríos. Los huesos en ocasiones volvían a ser de cristal pero a diferencia de la primera vez ahora Rebecca ya no tenía el brazo de donde agarrar calor. La tradición del puente Carlos le había dicho que iba a regresar pero también que iba a tener suerte. Esto último no era tan cierto porque volver sola a una ciudad para sanar el pulso enfermo quería decir que una incómoda tragedia había escapado a los pies de la estatua de San Juan. Ahora su presente estaba de nuevo en Praga, simplemente porque lo había decidido así. Sus paseos por las callejuelas del casco viejo era ahora una lucha continua en contra de sus recuerdos porque la ciudad seguía quieta, todo seguía estando ahí, el castillo, el río, las piedras húmedas y cada imagen de un estado mejor de su cuerpo.

Es evidente que una calle para llamarla calle es necesario que caminen personas. Éstas son de tres tipos, las que quieren que les miren, las que se esconden para pasar desapercibidas, y las que sencillamente disfrutan paseando sin necesidad de querer llegar a algún sitio. La calle Nerudova está hecha para descubrir muchos detalles y andar muy despacio. Si existieran zapatos con diamantes en sus suelas sería exclusivamente para pasear por la calle Nerudova. Rebecca camina disparando su cámara fotográfica cada treinta segundos. A esas horas la avenida está apretada de gente. De repente todo el mundo se para. A la altura del edificio de los dos soles se escucha un grito. La calle por un segundo se convierte en una película muda, las personas se mueven pero nadie habla. Toda la atención recae sobre un grupo de seis personas. En él una mujer de abrigo rojo y boca perfecta busca refugio en los brazos de su marido que lleva gorra y piensa tranquilo. La responsable del grito es una mujer de ojos grandes y redondos. Lleva una boina blanca parisina. Avergonzada busca la manera de esconderse detrás de un cuarto chico que ríe a lágrima abierta. Uno de sus amigos también ríe, pero aprovecha para hacer una foto. El sexto, es un chico moreno. Llevo guantes. Cuando paso al lado de Rebecca le sonrío para atraer su atención. Lo consigo, después le digo: — «No te preocupes, le hemos dado un pequeño susto para que grite su voz en la ciudad de Praga» —  Sé que hay momentos en que la piel tiembla y no es solamente por el frío. Cuando miré a Rebecca creo que era uno de esos momentos. Lo único que podía pensar era: «Ojala ella también esté temblando». Me gustan sus ojos. Son negros. Son hermosos. Son un golpe de luz en el centro de los míos. Rebecca  tiene esa especie de fuerza visual; su pelo suelto, el brillo de su carne morena, su pecho duro que abulta y me despista, todo en ella suma. Bajamos hasta terminar la calle. Cruzamos el puente Carlos como quien anda por encima de un río. La puerta de entrada a la ciudad vieja no sabe que tiene cerca un semáforo para dejar pasar a los tranvías. Nos introducimos por sus arterias, calles de adoquines, escaparates y un barrio judío con un cementerio. Hay cementerios con tierra y otros que son cubos de nichos. Éste es de tierra. Las lápidas de piedra tienen aspecto de sólo saber de números y se superponen las unas con las otras como si supieran que debajo los cuerpos con el tiempo dejan de ocupar espacio. Con la lluvia tibia de la tarde la humedad ha salido de debajo del suelo como si asomara la cabeza y alguna otra cosa más. El orden de disturbio es lo bastante alto para irritar a los muertos, no sería extraño que alguno resurgiera con el cuerpo de fantasma y pidiera silencio. Luego, en ángulo recto la veo, es la tumba de Kafka. Tiene velas, pero lo más singular es una multitud de monedas que los visitantes han ido dejando como señal de respeto o una tradición de esas que nace espontáneamente sin significado, pero eso sí, todo el mundo sigue sin razón aparente. Miro a mi izquierda. Sé que nadie me observa. Cojo una moneda y me la meto en el bolsillo. Mientras intento comprender por qué he cogido la moneda de la tumba de un muerto, veo como el resto del grupo me llama para salir del cementerio.

En las ciudades existe un punto donde las calles se encuentran. Creo que la plaza del reloj es este punto. Su campanario es un edificio que se mantiene estirado y todo el mundo dice que es astronómico porque les han dicho que utiliza el universo de referencia. Meto la mano en el bolsillo, siento que la moneda está caliente, creo que ocurre algo extraño. Son las siete de la tarde. En el cambio de hora el campanario se acompaña de una coreografía maquinal de figuras animadas, apóstoles de madera saliendo por las ventanas y un gallo. Pero en esta ocasión los apóstoles no salen por las ventanas, el vanidoso no se mira al espejo, el avariento no mueve su bolsa de dinero ni siquiera el lujurioso mueve la cabeza; sólo el esqueleto de la muerte toca su campana, estira de su cuerda, estira, estira y no para de hacerla sonar. La gente de mí alrededor protesta decepcionada porque piensan que el reloj está roto. Yo creo que este tipo de cosas no se rompen, sigo pensando que ocurre algo extraño. Por la noche vamos al “Teatro negro” de la calle Karlova. Hacen una representación de lo que no es una representación de “Alicia en el país de las maravillas”. En ella vemos luces naciendo y muriendo en velas. Sueños proyectados en almohadas. Equilibrios que se doblan. Brochas que dibujan muñecos y que rebotan al meterlas en sus cajas. Malabares detenidos por el tiempo. Peces enamorándose. Espejos con tres cabezas. Manos que bailan con la música. Alicia desnuda. Alicia que no quiere ser una niña. Alicia dejando de ser Alicia. Al volver hacia nuestros apartamentos la ciudad está oscura. Todos los gatos se guían por la luz de la noche de Praga, de su castillo. La humedad nos acompaña para que no nos quedemos quietos y eso hacemos, andamos deprisa para que el calor no escape de los abrigos. Cuando llegamos, el frío huye de los huesos y descansamos el día en el calor de nuestras habitaciones. Mi reloj se ha parado, creo que pasa algo extraño.

Cuando sueño pienso que el tiempo duerme conmigo y que nunca me muevo del mismo sitio. Pero esto no es un sueño. Esto nunca lo he soñado. Todo está muy junto, todo el mundo me mira. No puedo mover los brazos, ni siquiera sé si tengo piernas. Me siento rígido, como si mi espalda fuera una barra de acero. Creo que tengo miedo, y no un miedo que desaparece al cerrar los ojos; es un miedo que ataca directamente a la cabeza y no te deja pensar porque el cerebro está paralizado, como si la memoria se hubiera caído y todo pensamiento fuera ahora virgen, ingenuo y vacío de sustancia. Mi mirada está fija, sólo distingo fachadas, coches que circulan y multitud de turistas de los que sólo veo su pelo a medida que se acercan y se hacen fotos. Lo único que creo vivo son los oídos. Oigo muchos idiomas que se aglutinan enfrente de mí. ¿Dónde estoy?, ¿qué me está ocurriendo?, ¡oh no, esa calle!, ¡ese edificio!, ¡estoy atrapado en el busto de Kafka!, ¡estoy colgado de los muros de su casa! Quiero gritar. No puedo gritar, nadie me escucha — «yo si te escucho» — dice una voz justo a mi lado — «¿Quién eres?, ¿quién hay ahí?» — Pregunto sin poder girar el cuello porque no puedo — «¡Soy Rebecca…no fue mi intención coger esa moneda!… »