Si alguna vez es necesario
recuperarse de esas fiebres que rompen la razón,
es posible en una ciudad como la de Praga. No puede ser de otra manera; su
castillo arrogante que no sabe cuantas ventanas tiene, la soberbia de sus
calles donde caminar con prisa no es una regla lógica, arquitecturas que
no pueden disimular y se dejan ver en todas las esquinas, y un río Moldava arropando
su ciudad vieja como si fuera una bufanda es remedio suficiente para sanar
cualquier enfermedad del cuerpo, y también otras que no son necesariamente del
cuerpo.
La primavera de Praga tiene días
fríos como en todos los sitios pero si hace viento no duda en dejarte los
huesos de cristal, muy duros y muy frágiles — «Así
es el cristal de aquí, huesos congelados de personas» — bromea
Rebecca. Sería injusto no decir que Rebecca está enamorada. Muy
enamorada. Suficientemente enamorada. Se agarra al brazo de Pablo para
intercalarse en su calor y despreocuparse del viento, síntoma claro de que se
siente en un momento perfecto. Bajando por el puente Carlos los idiomas chocan
en cada dirección, luego los pies de la estatua de San Juan de Nepomuceno marca
un punto para quedarse con un deseo, y después, si eso, confiar en un nuevo
regreso a la ciudad. Un poco más hacia delante te introduces en el casco viejo
donde parece que el mundo cambia de época, zapatos o abrigo, todo es elegante y
adoquinado.
Un hombre y una mujer deben de
conocerse con timidez y curiosidad en el cuerpo. Timidez porque los músculos se
hacen pequeños. Con curiosidad porque el alma escondido se asoma. Así se
conocieron ellos. Salieron juntos una noche sin intenciones claras, durmieron
poco, y al día siguiente pensaron que eran adecuados para completar sus
existencias a pesar de la resaca que les había dejado el vino. Después el viaje
a Praga con sus días aleatorios de nieve, y algún despiste en la parada de
metro de Mústek.
La segunda primavera en Praga no
se había olvidado de sus días fríos. Los huesos en ocasiones volvían a ser de
cristal pero a diferencia de la primera vez ahora Rebecca ya no tenía el brazo
de donde agarrar calor. La tradición del puente Carlos le había dicho que iba a
regresar pero también que iba a tener suerte. Esto último no era tan cierto
porque volver sola a una ciudad para sanar el pulso enfermo quería decir que
una incómoda tragedia había escapado a los pies de la estatua de San Juan. Ahora
su presente estaba de nuevo en Praga, simplemente porque lo había decidido así.
Sus paseos por las callejuelas del casco viejo era ahora una lucha continua en contra
de sus recuerdos porque la ciudad seguía quieta, todo seguía estando ahí, el
castillo, el río, las piedras húmedas y cada imagen de un estado mejor de su cuerpo.
Es evidente que una calle para
llamarla calle es necesario que caminen personas. Éstas son de tres tipos, las
que quieren que les miren, las que se esconden para pasar desapercibidas, y las
que sencillamente disfrutan paseando sin necesidad de querer llegar a algún
sitio. La calle Nerudova está hecha
para descubrir muchos detalles y andar muy despacio. Si existieran zapatos con
diamantes en sus suelas sería exclusivamente para pasear por la calle Nerudova. Rebecca camina disparando su
cámara fotográfica cada treinta segundos. A esas horas la avenida está apretada
de gente. De repente todo el mundo se para. A la altura del edificio de los dos
soles se escucha un grito. La calle por un segundo se convierte en una película
muda, las personas se mueven pero nadie habla. Toda la atención recae sobre un
grupo de seis personas. En él una mujer de abrigo rojo y boca perfecta busca
refugio en los brazos de su marido que lleva gorra y piensa tranquilo. La
responsable del grito es una mujer de ojos grandes y redondos. Lleva una boina
blanca parisina. Avergonzada busca la manera de esconderse detrás de un cuarto
chico que ríe a lágrima abierta. Uno de sus amigos también ríe, pero aprovecha
para hacer una foto. El sexto, es un chico moreno. Llevo guantes. Cuando paso
al lado de Rebecca le sonrío para atraer su atención. Lo consigo, después le
digo: — «No te
preocupes, le hemos dado un pequeño susto para que grite su voz en la ciudad de
Praga» — Sé que hay momentos en que la piel tiembla y
no es solamente por el frío. Cuando miré a Rebecca creo que era uno de esos
momentos. Lo único que podía pensar era: «Ojala
ella también esté temblando».
Me gustan sus ojos. Son negros. Son hermosos. Son un golpe de luz en el centro
de los míos. Rebecca tiene esa especie
de fuerza visual; su pelo suelto, el brillo de
su carne morena, su pecho duro que abulta y me despista, todo en ella suma. Bajamos
hasta terminar la calle. Cruzamos el puente Carlos como quien anda por encima
de un río. La puerta de entrada a la ciudad vieja no sabe que tiene cerca un
semáforo para dejar pasar a los tranvías. Nos introducimos por sus arterias,
calles de adoquines, escaparates y un barrio judío con un cementerio. Hay
cementerios con tierra y otros que son cubos de nichos. Éste es de tierra. Las
lápidas de piedra tienen aspecto de sólo saber de números y se superponen las
unas con las otras como si supieran que debajo los cuerpos con el tiempo dejan
de ocupar espacio. Con la lluvia tibia de la tarde la humedad ha salido de
debajo del suelo como si asomara la cabeza y alguna otra cosa más. El orden de
disturbio es lo bastante alto para irritar a los muertos, no sería extraño que
alguno resurgiera con el cuerpo de fantasma y pidiera silencio. Luego, en
ángulo recto la veo, es la tumba de Kafka. Tiene velas, pero lo más singular es
una multitud de monedas que los visitantes han ido dejando como señal de
respeto o una tradición de esas que nace espontáneamente sin significado, pero eso
sí, todo el mundo sigue sin razón aparente. Miro a mi izquierda. Sé que nadie
me observa. Cojo una moneda y me la meto en el bolsillo. Mientras intento
comprender por qué he cogido la moneda de la tumba de un muerto, veo como el
resto del grupo me llama para salir del cementerio.
En las ciudades existe un punto
donde las calles se encuentran. Creo que la plaza del reloj es este punto. Su
campanario es un edificio que se mantiene estirado y todo el mundo dice que es
astronómico porque les han dicho que utiliza el universo de referencia. Meto la
mano en el bolsillo, siento que la moneda está caliente, creo que ocurre algo
extraño. Son las siete de la tarde. En el cambio de hora el campanario se
acompaña de una coreografía maquinal de figuras animadas, apóstoles de madera saliendo
por las ventanas y un gallo. Pero en esta ocasión los apóstoles no salen por
las ventanas, el vanidoso no se mira al espejo, el avariento no mueve su bolsa
de dinero ni siquiera el lujurioso mueve la cabeza; sólo el esqueleto de la
muerte toca su campana, estira de su cuerda, estira, estira y no para de
hacerla sonar. La gente de mí alrededor protesta decepcionada porque piensan
que el reloj está roto. Yo creo que este tipo de cosas no se rompen, sigo
pensando que ocurre algo extraño. Por la noche vamos al “Teatro negro” de la
calle Karlova. Hacen una
representación de lo que no es una representación de “Alicia en el país de las
maravillas”. En ella vemos luces naciendo y muriendo en velas. Sueños
proyectados en almohadas. Equilibrios que se doblan. Brochas que dibujan
muñecos y que rebotan al meterlas en sus cajas. Malabares detenidos por el
tiempo. Peces enamorándose. Espejos con tres cabezas. Manos que bailan con la
música. Alicia desnuda. Alicia que no quiere ser una niña. Alicia dejando de
ser Alicia. Al volver hacia nuestros apartamentos la ciudad está oscura. Todos
los gatos se guían por la luz de la noche de Praga, de su castillo. La humedad
nos acompaña para que no nos quedemos quietos y eso hacemos, andamos deprisa
para que el calor no escape de los abrigos. Cuando llegamos, el frío huye de
los huesos y descansamos el día en el calor de nuestras habitaciones. Mi reloj
se ha parado, creo que pasa algo extraño.
Cuando sueño pienso que el tiempo
duerme conmigo y que nunca me muevo del mismo sitio. Pero esto no es un sueño.
Esto nunca lo he soñado. Todo está muy junto, todo el mundo me mira. No puedo
mover los brazos, ni siquiera sé si tengo piernas. Me siento rígido, como si mi
espalda fuera una barra de acero. Creo que tengo miedo, y no un miedo que
desaparece al cerrar los ojos; es un miedo que ataca directamente a la cabeza y
no te deja pensar porque el cerebro está paralizado, como si la memoria se
hubiera caído y todo pensamiento fuera ahora virgen, ingenuo y vacío de sustancia.
Mi mirada está fija, sólo distingo fachadas, coches que circulan y multitud de
turistas de los que sólo veo su pelo a medida que se acercan y se hacen fotos.
Lo único que creo vivo son los oídos. Oigo muchos idiomas que se aglutinan
enfrente de mí. ¿Dónde estoy?, ¿qué me está ocurriendo?, ¡oh no, esa calle!,
¡ese edificio!, ¡estoy atrapado en el busto de Kafka!, ¡estoy colgado de los
muros de su casa! Quiero gritar. No puedo gritar, nadie me escucha — «yo si te
escucho» — dice una voz justo a mi lado — «¿Quién eres?, ¿quién hay ahí?» — Pregunto
sin poder girar el cuello porque no puedo — «¡Soy Rebecca…no fue mi intención
coger esa moneda!… »