martes, 20 de diciembre de 2011

[Otra historia de esas del corazón]

Inevitablemente existe un momento en la vida de las personas donde no hay más remedio que detenerse y pensar. Por ejemplo pensar si es un buen momento para sacar los existencialismos de los armarios, pero también reflexionar en ese pequeño umbral que define cuándo lo que es de verdad pasa a ser de mentira y viceversa, ya que la mentira también tiene derecho a convertirse en verdad. Para que ustedes me entiendan vamos a fijarnos en Tandalaya y Marco:

 ¡Tandalaya!, ¿te falta mucho cariño?
– ¡Ay, Marco!, sabes que no me gusta que me den prisa.
– Pero si estás preciosa, ¡venga, termina que llegamos tarde!
– Espera un poco, no quiero que me vean rara.
– ¡Otra vez Tandalaya!, porque hayamos pasado de los 30, no estemos casados y no tengamos aún hijos no quiere decir que seamos raros.
– Ya sabes que no es sólo eso. Marco… ¿me quieres?
– Tandalaya, ¿sabes?, si tengo ilusiones en esta vida es sólo porque sé que tú estarás a mi lado.   

Les voy a decir que después hubo un momento de esos donde cada uno de ustedes puede imaginarse cualquier cosa, lo único que deben tener en cuenta es que finalmente salieron con retraso. Tandalaya y Marco se había conocido de manera extremadamente intensa. Su relación era un divorcio aparente pero sin reglas que los mantuvieran separados, más bien todo lo contrario, como dos magnetos que no paran de generar electricidad. Pero bien, para seguir con nuestra historia también es necesario que conozcamos a Sarah y a Victor:

– ¿Por qué no te pones la corbata que te regaló mi madre?
– Ya sabes que no me gusta llevar corbata.
– ¡Victor, nunca escuchas lo que te digo!
– Eso no es verdad, sabes que siempre te escucho.
– No porque siempre haces lo que tú dices.
– Eso es diferente a no escucharte.
– Victor…¿me quieres?
– Claro que te quiero Sarah, qué preguntas me haces.

El paradigma aceptado de la vida estaba representado por Victor y Sarah. Ambos se enamoraron como si alguien les hubiera lanzado una flecha, y claro, todo para ellos fue muy rápido, el noviazgo, la boda y el hijo que ambos esperaban. Se podría decir que la  intensidad  de su relación no atendía tanto a aspectos emocionales sino más bien a fuerzas externas y superficiales, aunque quizás sea lo normal cuando la edad aprieta.

Continuemos. Nuestras dos parejas salieron a cenar al mismo restaurante. Cada pareja cenó y conversó a su manera, pero eso sí, compartieron el mismo espectáculo, un ilusionista que había sido anunciado durante toda la semana y había generado bastante expectación. Su habilidad principal era controlar el  estado mental de las personas introduciéndolas en un profundo trance que los dejaba indefensos a sus órdenes, vamos, una hipnosis en todos los sentidos.

– Señoras y señores, sé que mucho de ustedes creen en una única realidad. Pues yo les diré  que creo en varias. Ustedes piensan que las paredes no flotan y que los techos son barreras para que no sigamos creciendo, pero yo les voy a demostrar que no hay límite que ponga  restricciones a nuestra mente y a su flujo de sentimientos. Para demostrarles que el único infinito que existe es el que se escapa de nuestro subconsciente voy a necesitar a dos voluntarios, una mujer y un hombre. Creo que ustedes dos podrán ayudarme – dijo el ilusionista señalando a Victor y a Tandalaya. Ambos salieron con timidez a mitad del escenario. El ilusionista les preguntó su nombre y bromeó con ellos para rebajarles un poco la tensión; tras comprobar que no se conocían, continuó –  la realidad es etérea porque depende de las percepciones. Tandalaya, cuando cuente hasta tres te despertarás completamente enamorada de Victor. Victor, cuando cuente hasta tres estarás locamente enamorado de Tandalaya. Esa será vuestra nueva realidad ahora. Uno, dos, tres…

Cuando ambos despertaron se miraron con tanta fuerza que hasta yo mismo tuve envidia de que ese amor no fuera mío. La gente empezó a aplaudir, incluso se escuchaban algunas risas, pero de repente el ilusionista, sin ningún tipo de improvisación, se desplomó en el suelo. Yo que soy médico me acerqué lo más rápido que pude y traté de reanimarlo, pero en aquel momento ya era inútil, el infarto que llevaba dentro de su pecho ya le había partido el corazón (a saber en cuántos pedazos). Pedí que prepararan un entierro. La gente no podía creerse lo que estaba ocurriendo. Las risas desaparecieron, aunque todo aquello ya era ajeno para Victor y Tandalaya pues seguían atrapados en su hipnosis de amor de verdad hecho de mentira. Quise enterarme días después cómo había terminado su historia pero creo que podría finalizar de esta manera, ya que tampoco resulta tan extraño pensar que en cualquier momento un amor aparentemente de verdad  pueda cruzar ese umbral descubriéndose que es de mentira.

martes, 6 de diciembre de 2011

[Los ojos]

Digamos por una vez que los ojos hablan
y que
hay dos errores de persona,
la que usa los ojos para mirarte desde arriba hacia abajo
y las que los usan para mirarte desde abajo hacia arriba.
Claro está que la correcta es la que mira siempre a la misma altura.

Hay dos tipos de suicidas,
los que no quieren mirar           
y los que si miran.   

Todo el mundo sabe que hay dos tipos de besos,
los de ojos cerrados      
y los de ojos más cerrados que abiertos.     

Hay dos tipos de soñadores,
los de ojos que sueñan    
y los que no necesitan ojos.

Hay dos tipos de mujeres,
aquellas que dan vida con sus ojos
y las que ponen color en los ojos de otros.

Hay dos tipos de lágrimas,
con ojos de alegría
y con ojos llenos de pena.

Hay dos tipos de amor,
uno de ojos ciego
y otro donde los ojos sólo miran.

Hay dos tipos de luz,
la que entra
y la que sale por los ojos.

Hay dos tipos de mañana,
la de rayos de sol en los ojos
y la de ojos de pereza con peso de pestañas.

Hay dos tipos de afrontar la vida,
con ojos valientes
o con miedo lleno de ojos.

Hay dos tipos de terminar este poema,
recordando que los ojos hablan
o pensando en los ojos de ella.

domingo, 27 de noviembre de 2011

[El hombre que apareció al lado de un árbol]

Se podría decir que a veces es necesario romper los cristales para que los sueños entren por las ventanas o al menos eso puede pensar un hombre cuando cree que está muerto. Puedo prometerles que cuando me fui a dormir estaba bien vivo, me acuerdo perfectamente. Todo comenzó en la combustión de una noche de luces puntuales y con temblores de mosquitos. De alguna manera, que todavía desconozco, aparecí al lado de un árbol; un árbol que no tenía pinta de viejo, más bien todo lo contrario, un árbol joven y flexible para soportar ese tipo de viento musculoso que es capaz de doblar espaldas y espinas. Sobre mi aspecto puedo decirles que no era elegante, más bien era extraño, es decir, podía ver como todos los pájaros se reían de mí, de mi ropa, de mi forma de vestir. Evidentemente debía de tratarse de un sueño porque es conocido por todos que los pájaros no ríen, a no ser (y aquí dudo yo) que mi aspecto fuera tan ridículo que diera lugar a ello. Cansado de tantas burlas se me ocurrió que andar podría ser una buena idea, como seguir un camino de baldosas amarillas. Así lo hice. No habían pasado ni cinco minutos cuando pude ver una pareja fornicando, bueno, más que fornicar podría decirles que estaban haciendo el amor ya que en todos sus movimientos había sencillez y delicadeza. Me detuve (sí, debe de ser un sueño porque todos tienen su parte erótica) y sin ningún tipo de pudor me quedé de pie observándolos.

– ¡Se puede saber por qué nos miras! – me dijo la pareja sorprendida.
– No os estoy mirando. Sólo aprendo cómo se expresan vuestros cuerpos – Les contesté con mucha seguridad.
– ¿De verdad que sólo quieres aprender?, pues acércate y únete a nosotros.

Cuando me acerqué la pareja comenzó a desvestirme, empezando primero por la camisa y después por el pantalón a cuadros que llevaba. Sentí alivio en aquel preciso instante, dejé de sentirme ridículo. Luego ni fornicamos ni hicimos el amor. Luego dimos lo mejor de nosotros mismos, bailamos y cantamos desnudos toda la tarde. Bailamos y cantamos hasta que el cielo se hizo rojo y el sol dejó de ser un sol.

– Nosotros nos vamos a ir, no queremos llegar tarde a casa – dijo la pareja después de mirar la hora en un antiguo reloj de mano que tenían escondido bajo un montón de ropa.
– ¿Tan tarde es?, a ver, dejarme mirar también – continué tratando de coger el reloj
– ¡No, no, suelta, suelta…!

Hubo un pequeño forcejeo pero lo suficiente para que el reloj resbalara y se quebrara en el suelo. El reloj se hizo de mecanismos sueltos y pequeños engranajes que empezaron a girar libres pero sin hacer tic tac.

– ¡Ay, mira lo que has hecho! – exclamó la pareja.
– Lo siento, no quería romperlo, ha sido un accidente. Por favor, no os enfadéis conmigo, os puedo comprar otro.
– ¡Cómo vas a comprar otro si era el último que quedaba!
– ¿Ya no quedan más relojes? – pregunté con curiosidad y asombro.
– No, ya no quedan más relojes. Estarás contento por lo que has hecho, ya no tenemos referencia para el tiempo. ¡Ya nunca sabremos la hora qué es, si está cerca o si está lejos! – dijo la pareja poniéndose aún más nerviosa y echándose las manos a la cabeza.
– No exageréis. No será para tanto.
– Señor, no subestime la avaricia del tiempo.
– No lo subestimo, sólo pienso que todo lo que me está ocurriendo es absurdo (está claro, es un sueño porque todos tienen su parte absurda).
– De verdad eso piensa. Pues diga con nosotros, uno……………dos……………tres.

Conté hasta tres junto con la pareja. La distancia pasó a ser número pausa y número. Creo que las matemáticas hicieron enloquecer la inercia del tiempo. Mi cabeza empezó a agitarse a mucha frecuencia hasta entrar en resonancia. Los relojes rotos, en un intento desesperado, trataban de resurgir y recuperar el liderazgo de su boca, pero todo era inútil, el tiempo ya no tenía barreras, estaba desbordado y discurría sin piedad ni miramientos. Luego tuve la percepción de abrir los ojos y sentirme como me siento ahora, con la sensación de que todo ha pasado muy rápido, con toda esta oscuridad, con toda esta humedad, con todo este olor de saber que estoy enterrado bajo tierra. Lo peor de todo es que ya no distingo si estoy muerto o si sigo atrapado en la inercia temporal de un sueño en el que no puedo despertar porque todos los relojes están rotos…

sábado, 15 de octubre de 2011

[El hombre que fue adicto al sexo]

Cuando asomó la cabeza por encima de la almohada ya eran más de las diez de la mañana. Siempre, en aquella situación, le resultaba difícil reconocer si se encontraba despierto entre paredes y una puerta cerrada, o si por el contrario, continuaba enredado en otra historia más de otro sueño recursivo. En pocos segundos su cuerpo estirado empezó a reaccionar, a cruzar impulsos entre cerebro y bostezos. Lo primero que pudo descubrir es que estaba desnudo, lo segundo, ella también lo estaba.

Fue el primero en incorporarse. No le hizo falta encender la pequeña lámpara, que con soberbia, se encontraba de pie en su mesita de noche. La habitación estaba en calma y en desorden. La habitación, semi-oscura, expresaba una mañana adolescente apunto de entregarse al auge de su madurez, mientras tanto ésta parecía divertirse dejándose mezclar entre crepúsculos y sombras. Toda gota de luz se introducía desde el lado amable de la ventana. Toda gota de luz tropezaba en mitad de la habitación.

Empezó a vestirse mientras se preguntaba qué había sucedido durante las últimas horas, hizo intención de encenderse un cigarro pensando que era una buena idea para relajar su garganta áspera, pero al girarse y volver a verla se precipitó sobre él esa pausa que aparece cuando se observa en silencio el cuerpo desnudo de otra persona. Ella todavía se encontraba en su sueño profundo. Su rostro equilátero describía distancias en curva hacia sus ojos caoba y su boca rosa. Su cabello negro caía por todo el plano de su espalda hasta encontrar límite en los alrededores de su cintura. Luego su pubis al descubierto, después, sus muslos tangentes articulados entre longitud de pierna y rodilla. Cada parte de su cuerpo era grito y provocación.

Todo el viernes trabajando había encontrado su recompensa en la noche del inicio del fin de semana – tan solo quiero un poco de diversión – decía. Siempre acudía al mismo bar, luego veía al mismo dueño, y después a las mismas camareras destapando sus pieles canela. No era la primera vez que se veían, a él le gustaba que le sirviera sus copas de hielo con licor mientras echaba visión para conocer con quién despertaría al día siguiente.

Él era atractivo, pero realmente era su carisma y su saber mentir quienes garantizaban su dosis adictiva de sexo. Fin de semana tras fin de semana dosificaba su receta médica, ésta era siempre la misma, buscar sexo de no amar, abusar de todas las partes buenas del amor de mentira, y cuando ellas pedían abrazo él se hacía delgado y desaparecía. Sin embargo aquel viernes fue distinto, ella sin saberlo quiso sonreírle mientras le servía su copa, y él, por su propia inercia, le correspondió con su carisma y conversación interesada. No supo cuando fue el momento exacto en el que ambos decidieron pasar la noche juntos, pero eso ya le daba igual, ahora lo importante para él era sacar las llaves de su abrigo, abrir la puerta de su apartamento y poner dirección hacia su cama. Luego rasgaron sus cuerpos de manera consensuada. Él entregado a ella. Ella solidaria al placer en pareja. Estuvieron cohesionando sus cuerpos entre respiraciones sin ritmo y gritos contenidos, todo envuelto de movimientos flexibles con la intención de despertar unos órganos en calma. Se frotaron y sexaron con fuerza, arrugaron sábanas, moldearon su colchón duro de muelles delatadores, y mientras él caía agotado por el éxtasis, ella dejó caer la voz al suelo al sentir que su cuerpo implosionaba violentamente hacia dentro. Luego sudor y peso de cansancio. Minutos después durmieron como no habían pensado dormir aquella noche, y cuando el reloj pasaba de las diez de la mañana, él asomó la cabeza por encima de la almohada.

-¿Qué hora es? – Dijo ella asustada al despertar bruscamente y sentirse ridícula al verse desnuda en aquella situación.

- Son más de las 10:00h, pero quédate, puedo prepararte algo de café – Dijo él ya incorporado de la cama, semivestido con el torso desnudo.

No, no…debo de irme ya, se está haciendo tarde. –dijo ella con voz de dolor de sienes mientras empezaba a buscar una pastilla en el caos de su bolso.

¿Cómo?, ¿quieres irte ya, tan rápido?, quédate y hablamos tranquilamente mientras desayunamos – continuó él algo inquieto.

- ¡Hablar!, ¿de qué?, no querrás ahora mi número de teléfono y que quedemos la semana que viene para ir al cine y comer palomitas – dijo con una sonrisa maliciosa casi iluminando la otra mitad de la habitación. - No cariño, creo que tú y yo ya hemos agotado nuestro turno de noche – concluyó de forma rotunda.

Se incorporó de la cama y comenzó a vestirse, a ocultar bajo las telas su pubis, su pecho redondo y toda exhibición de sexo. Su rostro todavía tenía el reflejo de las sábanas de la cama y su cabello liso ahora se desplomaba libremente como si quisiera tocar el suelo. Se fue como vino, con maquillaje asimétrico y llena de energía bajo las arrugas de su ropa. Cerró la puerta y mientras bajaba hacia la calle en los escalones iba escribiendo el ruido de sus tacones. Luego un silencio apretado como si quisiera escaparse por debajo de la puerta.

– Se ha ido. Se ha ido y ni siquiera me acuerdo cómo llegó hasta aquí – Se decía así mismo mientras intentaba entender qué había sucedido. Ella ya no estaba. Todo empezaba a ser desconocido. Nunca había experimentado aquella sensación, esa angustia escondida en las costillas y que acaba por debajo del pecho poniendo todos los nervios mirando hacia arriba. Ahora era soluble y por primera vez tenía miedo de saber que había perdido. Por primera vez pudo sentirse des-diogenizado de sexo, sin apetito de cama. En aquel preciso momento supo que su adicción al sexo había terminado. Él se encontraba en esa etapa de la vida donde se alterna bodas de amigos con los funerales de la familia de mayor edad. Miró el calendario. El tiempo no se pega con pegamento. Luego se dio cuenta que el mes había terminado y arrancó la hoja. La habitación seguía en desorden y en calma, con más silencio de lo normal…

domingo, 2 de octubre de 2011

[El mal abrazo]

Los amantes existen para dar expresión a las emociones, agitar los orgasmos y salir a la calle para jugar a las manos. Todo es transparente y elástico, pero también frágil e inestable como un plato vertical esforzándose por no perder el equilibrio, y cuando éste cae, entonces, el dolor se agarra a la pena, los miedos ridículos se fusionan, y todo, completamente todo, se diluye tan rápido que queda atomizado y suspendido en las farolas. Luego asoma la lágrima pensando en su líquido de pupilas.

Se habían amado tanto que no llegaban a recordar como eran sus vidas antes de haberse conocido. No podían imaginarse separados en diferentes lugares o simplemente actualizándose en vidas paralelas. Sus viajes completos de hotel y de sexo, los paseos de noche por una ciudad encendida de bombillas, las tardes de café planificando sus vidas juntos habían calado hondo en la pared emocional que compartían ambos. El tiempo ya había empezado a girar muy rápido y el polvo podía verse en los rincones. Las sonrisas ya habían caducado, y lo único que quedaba de ellos era muchas fotos que cínicamente levantaban la mano y decían – ¡Ahora somos recuerdos! -

El dolor y la pena se abrazaron. Sus gargantas eran nidos de lija y el pecho de la tarde ya tocaba el cemento de las aceras.

¡Dios, no sabes cuanto te he querido! – exclamó él –
No sabes cuanto quiero que volvamos a sentir lo mismo – Contestó ella sin fuerzas –

Empezaron a entristecer el espacio. Sus pupilas empezaban a mezclarse en su combinación de agua y pena salada. Más dolor, más estado de ánimo sin hueso. Luego se dijeron adiós, giraron las espaldas y empezaron a llorar cada uno como mejor sabía. Ella lo hacía con color rojo en los ojos. Él con un hueco incómodo en el estómago. Ella le seguía queriendo. Él sentía que se estaba equivocando, pero eso ya daba igual porque ya hacía tiempo que sus expresiones ya no transmitían emociones…

viernes, 30 de septiembre de 2011

[Orgullo de padres]

El padre y la madre
dijeron a sus hijos:
- Recordad,
es vuestra misión hacernos sentir orgullosos.
Para ello debéis educaros
de nuestras ideas morales
y olvidaros de vuestras ilusiones
alejadas de nuestras expectativas.
Es importante hacernos sentir orgullosos,
que las gentes hablen bien de vosotros
pero sobre todo de nosotros.
Tenéis que ser ciegos a vuestros miles de ojos,
pensar sin oír a vuestra cabeza,
sentir sin oír a vuestra grandeza.
Desarrollar las cualidades
no tiene sentido
si no se respeta el orgullo de los padres,
para eso os hemos traído
a este mundo de bocas
sin mecánica de cerebro.
Pensad que no existe lugar
donde tu madre y tu padre podamos vivir con tranquilidad
si no hablan bien de nosotros,
pensad que no existe lugar
donde tu madre y tu padre os pueda querer
si hablan mal de nosotros.
Si queréis no nos llaméis padre,
no nos llaméis madre,
pero recordad,
es vuestra misión hacernos sentir orgullosos,
y cuando estemos muertos
viviremos bien
porque nadie habrá hablado mal de nosotros,
y transmitiréis nuestro mensaje a vuestros hijos,
y así contribuiremos a dejar este mundo
sin talento,
sin sueños…

jueves, 25 de agosto de 2011

[El tiempo roto]

El tiempo era pendular, lo cual resultaba poco útil. Era como si estuviera enfermo de la espalda o de su médula espinal. Toda sensación de normalidad era absurda ya que a veces se tenía la percepción de vivir en un excesivo adelanto, y sin embargo después uno podía sentirse en el más profundo de los retrasos. Los relojes se habían convertido en descatalogados adornos. En un principio hubieron propuestas de eliminarlos de las tiendas, también en hacer desaparecer su definición de los libros de texto, pero el alegre movimiento de sus números digitales, en unos casos, y el simpático tic tac en otros, hizo que la gente se movilizara para evitar su desaparición. Es por tanto que se seguían utilizando aunque resultara poco sensato, de hecho, en una época se hizo popular utilizar dos relojes a modo de complementos orientativos, uno en cada muñeca. El primero, el de la muñeca izquierda, indicaba la “hora concéntrica”. En las radios y en las televisiones, en intervalos aleatorios, informaban de la hora del momento, claro, aquella que se estimaba que era la más estable, y era precisamente esta hora la que se tomaba como referencia para sincronizar este reloj. El segundo, el de la muñeca derecha, indicaba la “hora de cortesía”. Ésta se ajustaba en base de la “concéntrica” más una constante que todo el mundo acabó llamando de “cortesía”, de ahí su nombre, y que era individual de cada persona. De esta forma cada uno construía su particular referencia temporal. Lo habitual, cuando se preguntaba por la hora, era dar la “concéntrica”, después cada uno le sumaba su valor residual o de “cortesía” en función de su específica percepción del tiempo. De esta manera era común escuchar:

-Disculpe, ¿sabe usted qué hora es?-
-Por supuesto, en mi reloj son las doce y media “concéntricas” más veinte minutos de “cortesía” -

Todo esto hacía que la calle fuera una simple extensión de la esquizofrenia colectiva causada por la falta de personalidad del tiempo. La gente no sabía si debían correr como conejos blancos quejándose de la hora o debían ir tranquilamente andando y hacer una pausa para tomar café. Todo era improvisación, resultaba mejor hacer las cosas instantáneamente que planificarlas y asumir el riesgo de perder la hora. Esto generó, en todo el mundo, un afán repentino de proactividad, aunque realmente lo que estaba ocurriendo era que poco a poco se estaban dejando dominar por la irracionalidad de un tiempo desbocado en una inestabilidad crónica.

Él, sin embargo, no era una de esas personas que les gusta mirar constantemente la posición del tiempo, pero le incomodaba profundamente esa inestabilidad horaria sin ningún tipo de moral o ética – ¿por qué no deja de oscilar y acaba por equilibrarse de una vez por todas? – pensaba con enfado mientras miraba hacia todos los sitios como si fuera a encontrar allí la respuesta. Le frustraba  ir a la parada de autobús y no saber cuánto tiempo tenía que seguir esperando. También le generaba la misma sensación ir a un restaurante y no saber si tenía que quejarse por la lentitud del servicio. Sentía que se había perdido parte del  núcleo de la elegancia. Sentía que se había perdido todo ese respeto de quién se apoya en la exactitud de lo que dice, todo ese radicalismo de quien entiende que la educación empieza apreciando también el tiempo de los demás. Todo esto había quedado desalineado porque la definición de puntualidad ya no podía existir, ya no disponía de instrumentos en los que arroparse. Ésta murió el mismo día que los relojes dejaron de tener sentido.

Otro aspecto era cómo integrarse en la esquizofrenia colectiva de la calle. En un  principio, también llegó a la conclusión que la mejor solución era la de ir siempre corriendo, pues prefería esperar a tener que ser esperado, pero no tardó mucho en darse cuenta que no estaba preparado para afrontar aquella situación. Estaba en lo cierto, siempre llegaba el primero a sus citas – o al menos eso pensaba - pero era incapaz de absorber toda la ansiedad que le provocaba tener que mirar continuamente el reloj y no saber si decir Debe de estar a punto de llegar – o sin embargo, - ¡Me voy, ya he esperado demasiado! -. Pero, ¿cómo decir frase alguna si no sabía exactamente en qué hora estaba?. Quizás la otra persona podría haber pensado de la misma forma, podría haber llegado mucho antes que él, se habría cansado de esperar y se había marchado, o por el contrario, podría estar todavía en su casa esperando siempre el momento adecuado para salir. Todo sentido era paranoico, era relativo, gaseoso.

Aunque no todo era malo, también tenía su parte constructiva. En sus interminables episodios de espera, había desarrollado un elaborado método para dar forma a sus ideas por medio del pensamiento y la reflexión. Esto le había convertido en una persona de pensamientos profundos y que a veces resultaba difícil de distinguir si estaba en el límite de su genialidad o en el principio del delirio en sus razonamientos. En una de sus extensas divagaciones había concluido que el tiempo había enloquecido como castigo a la represión que había sometido al individuo durante tanto tiempo. Pensaba que la humanidad se encontraba esclavizada, dominada por un estilo de vida dirigido a golpes de batuta de reloj, y cuando todo esto caía en un ciclo iterativo y gris, entonces el hombre entraba en la rutina del absurdo, sucumbía a la falta de percepción del mundo exterior, de su entorno, de su amor propio y el amor hacia los demás. El tiempo marcaba citas, obligaciones, fechas de calendario, horas de entrada y horas de salida, y cuando todo se aceleraba en un afán de competividad, el hombre quedaba indefenso ante sí mismo, ante la dictadura de la mala percepción del tiempo.

– Si, debe ser eso, el tiempo ha enloquecido, ha sido victima de él mismo, se ha alcoholizado de su propia tiranía – concluyó con una sonrisa de alivio en la cara.

Aquel día, sin saberlo él, había supuesto un punto de inflexión en su posición de desequilibrio con el entorno. Había podido formular una respuesta que ponía por fin orden a su absurdo temporal, y aunque pudiera estar equivocado esto ya le resultaba indiferente porque pensar de esa manera le hacía sentirse liberado, excarcelado de sí mismo, como si hubiera sido arrojado a un nuevo mundo sin obligaciones, a un nuevo mundo donde todas las ideas son aceptadas de igual manera para darles la misma oportunidad de evolución.

Centrarse en aquella nueva situación no le supuso ningún esfuerzo adicional. Ahora, podía ser que el loco no fuera él, pero debía de actuar como si lo estuviera para sentirse en equilibrio y en armonía. El tiempo se había desligado de su propia metodología, de su invisible poder y liderazgo de masas, y ahora era el propio ser humano quien debía asumir ese nuevo vacío. Lo había entendido, lo había encontrado. El tiempo había dejado de serlo. Ahora era él quien debía de ser “el tiempo” para sí mismo, ahora era él quien situaba los límites y las restricciones, pero no debía caer en un idéntico error, en autogestionarse con implícita tiranía y falta de empatía hacia él mismo. El tiempo se había roto, ahora simplemente era cuestión de sobrevivir…


Jairo Gavidia